Uno nació con un don divino, un inabarcable talento natural al que no concedía demasiada importancia. El otro vivía por y para el ajedrez. Uno era el campeón aunque no entrenaba nunca ni se esforzaba lo más mínimo. El otro se veía siempre relegado al segundo lugar pese a que estudiaba y se preparaba obsesivamente. Uno asombraba al público con sus logros y aparecía constantemente en los periódicos. El otro sólo interesaba a los ajedrecistas entendidos. Uno, seguro de poder vencer siempre, se dedicaba a la buena vida incluso la noche anterior a una partida importante. El otro vivía encadenado a sus libros y su tablero, buscando desesperadamente una forma de vencer al campeón. Uno se llevaba la fama, la gloria y las mujeres. El otro lo contemplaba desde la sombra, cada vez más consumido por la envidia. Ambos protagonizaron una de las rivalidades más agrias en la historia del deporte; una rivalidad que para colmo quedó incompleta. Pero eso forma también parte del encanto de aquella historia.
Estamos en 1927. Antes de que se celebre en Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez, que ha despertado el interés de toda la prensa de la época, las autoridades y la alta sociedad de varios países han estado agasajando a los dos contrincantes. Esta noche estamos en un teatro y vemos a ambos ajedrecistas en el palco, sentados entre celebridades varias, asistiendo a un espectáculo musical. El cubano José RaúlCapablanca es campeón mundial desde hace siete años. Es el Mozart del ajedrez. Antiguo niño prodigio, número uno del mundo, personaje favorito de la aristocracia de todo el planeta y lo que es más importante: considerado invencible de forma unánime. Pese a que falta muy poco para que empiece la gran final, Capablanca aparece seguro de sí mismo, relajado, sonriendo satisfecho mientras intercambia miradas con las bailarinas del escenario; gracias a sus maneras aristocráticas y galantes tiene fama de seductor nato y probablemente esté preguntándose con cuál de las bailarinas podrá pasar la noche. La vida es bella para el Mozart del ajedrez.
En el mismo palco, un par de asientos más allá, está el aspirante. El ruso Alexander Alehkine procede de una familia adinerada, pero su conducta es muy distinta a la galantería mundana del sociable Capablanca. Alekhine no mira al escenario ni a las bailarinas. No parece disfrutar del espectáculo; está tenso y recluido en sí mismo. Tiene un pequeño tablero de bolsillo entre las manos y está practicando jugadas con expresión casi fúnebre, totalmente ajeno a lo que sucede a su alrededor. Mientras para su rival este es un enfrentamiento más, Alekhine siente que se jugará la vida en aquellas partidas, porque el ajedrez lo es todo para él. Incluso su gato se llama “Ajedrez”. Pese a estar rodeado de la flor y nata de la alta sociedad local y en mitad de un agradable espectáculo, Alekhine no puede relajarse ni pensar en ninguna otra cosa que en la próxima final.
Porque Capablanca es invencible, todo el mundo lo sabe. Los presentes que tanto admiran al campeón cubano miran al ruso con una mezcla de extrañeza y conmiseración. Pobre Alexander. Esforzándose inútilmente cada minuto del día mientras el Mozart del tablero es feliz y se divierte. Incluso los grandes maestros del momento lo habían vaticinado: Alekhine no tenía ninguna posibilidad en la final. La cuestión no era si iba a perder o no, sino por cuántos puntos. Incluso los había que decían que Alekhine no podría siquiera ganar una partida aislada. De hecho, Alekhine nunca había ganado al prodigio cubano. Se habían enfrentado doce veces sobre un tablero en competición oficial, con una estadística desoladora para el ruso: +0-5=7. Esto es, cinco derrotas y siete empates… ninguna victoria.
Lo peor que puede pasarle a un genio es vivir a la sombra de un genio todavía mayor. Algo así, inevitablemente, tiene que terminar en drama.
El hijo de los dioses
“Puedo adivinar en un momento lo que se oculta detrás de las posiciones y qué es lo que puede ocurrir o lo que va a ocurrir. Otros maestros tienen que hacer análisis para obtener algunos resultados, mientras a mí me bastan unos instantes”
Decía Pablo Morán que “para Capablanca, el ajedrez era tan fácil como respirar”. El propio campeón cubano admitió que había aprendido a jugar al ajedrez “antes de aprender a leer” y como decía el gran maestroRichard Reti, el ajedrez era como su “lengua materna”. Se le considera uno de los mayores talentos naturales de la historia del juego-ciencia, si no el mayor, y tengamos en cuenta que este juego ha producido una cantidad considerable de genios. Él mismo era consciente de lo enorme de su propia capacidad y le confería gran importancia: “el ajedrez, como todas las demás cosas, puede aprenderse hasta un punto y no más allá. Todo lo demás depende de la naturaleza de la persona”.
José Raúl Capablanca nació en una fortaleza militar de La Habana, ya que era hijo de un oficial del ejército español: Cuba era aún una provincia española. A muy corta edad había asombrado a propios y extraños con su increíble capacidad innata para el ajedrez. Desde muy temprano ya demostró a sus mayores que no sólo había aprendido a mover las piezas observando las partidas que enfrentaban a los adultos —algo que también han hecho otros niños—, sino que su comprensión del juego era anormalmente aguda para su edad. Un buen día miró a su padre jugar contra un amigo y al terminar la partida el pequeño Capablanca le dijo riendo “¡eres un tramposo!”, porque había visto un movimiento incorrecto. Para sorpresa de su progenitor, el pequeño José Raúl, Pepito, no sólo supo volver a colocar las piezas sobre el tablero, sino que ganó la primera de las partidas que jugaron entre ambos. Tenía cuatro años.
El oficial, atónito por la revelación de que su hijo podría ser un prodigio, lo llevó al club de ajedrez de La Habana, donde el inusualmente dotado niño se enfrentó a varios jugadores adultos. Aún se conservan algunas partidas como la que jugó con Ramón Iglesias, un fuerte jugador que le dio al pequeño ventaja de dama —una ventaja importante, sí, pero es que Capablanca tenía ¡cuatro años!—; el niño consiguió ganar y lo que es más importante, pudo poner de manifiesto que entendía los fundamentos de la estrategia. Durante los años siguientes se convirtió en un jugador aficionado de notable envergadura y a los trece años era oficialmente el mejor ajedrecista de Cuba, venciendo al hasta entonces campeón Juan Corzo por un apretado +4-3=6. Un logro impresionante para alguien de tan corta edad, algo muy pocas veces visto, como cuando Bobby Fischerse convirtió en campeón de Estados Unidos a los catorce.
Tras esa hazaña, Capablanca dejó la alta competición durante unos años y pudo estudiar en Estados Unidos gracias a una beca. Pero no llegó a terminar la carrera universitaria y abandonó los estudios atraído nuevamente por los encantos del tablero, donde para triunfar no necesitaba esforzarse ni estudiar. Con dieciocho años retornó a la competición, participando en un torneo neoyorquino de partidas rápidas en el que se llevó el título y lo hizo ganando nada menos que al vigente campeón mundial, el alemán Emmanuel Lasker. Al año siguiente, ya en la modalidad de ajedrez con tiempo normal, se enfrentó en un match al campeón de Estados Unidos, Frank Marshall, a quien dio una considerable paliza venciendo por el abultado resultado de +8-1=14.
Marshall no sólo se dio cuenta de que aquel cubano de veinte años era un monstruo en ciernes, sino que removió cielo y tierra para conseguir que Capablanca pudiese participar en el torneo más importante que se celebró en aquellos años. En España, concretamente en San Sebastián, iban a reunirse los mejores ajedrecistas del mundo con la única ausencia del campeón Lasker. Fue un torneo que marcó un antes y un después no sólo por el apabullante nivel de los participantes (en su momento fue considerado el torneo más fuerte de la historia), sino porque establecía nuevos cánones en cuanto a la cuantía de premios y las condiciones —más profesionales— en que se iba a jugar. No es extraño que se invitase, en principio, sólo a ajedrecistas con un currículum aplastante. Pero Marshall insistía en que Capablanca debía ser admitido en la competición. No lo tenía fácil: el bagaje de Capablanca era quizá impresionante para su juventud pero el campeonato nacional de Cuba era su único título importante, sumado al torneo de Nueva York, poca cosa frente a matestros que habían ganado varias competiciones internacionales. El que un semidesconocido fuese inscrito en el gran torneo de San Sebastián parecía, en principio, inapropiado e injusto. Es más, algunos jugadores europeos pensaban que Capablanca era un producto del marketing norteamericano y protestaron cuando Marshall consiguió finalmente que participase. La polémica rodeó la llegada del cubano y famosos grandes maestros como Bernstein estaban indignados: ¿cómo era posible que un jugador sin palmarés internacional ocupase una plaza en el torneo habiendo tantos jugadores experimentados que lo merecían más? Pero la polémica terminó justo cuando Capablanca jugó su primera partida… precisamente contra Bernstein. El cubano no sólo derrotó al gran maestro de manera brillante (a la postre fue votada como mejor partida del torneo), sino que el propio Bernstein dijo que Capablanca, con toda probabilidad, terminaría llevándose el trofeo frente a la élite del ajedrez mundial.
Así de impresionado quedó Bernstein tras su partida con Capablanca, y la verdad es que no se equivocó en su vaticinio. El cubano ganó en San Sebastián su primer gran torneo internacional y comenzó una etapa de ascensión que terminó transformándole en el jugador más fuerte del mundo, dándole un aura de imbatibilidad que lo convirtió en una rutilante estrella.
El campeón mundial, Emmanuel Lasker, retrasó cuanto pudo el momento de jugarse el título frente a Capablanca. En aquellos años el campeón tenía derecho a elegir contra quién se enfrentaba y bajo qué condiciones competitivas y económicas, como ocurría en el boxeo. El título era considerado una cuestión de honor y se confiaba en que el campeón mundial siempre sería lo bastante honesto y caballeroso para aceptar enfrentarse contra los mejores rivales disponibles. Pero no siempre era así, y de hecho Lasker imponía unas condiciones para el enfrentamiento que Capablanca no quiso aceptar. Entre la falta de acuerdo y el parón por la I Guerra Mundial, el match por el título se retrasó varios años. Finalmente, en 1920, resultaba tan evidente que José Raúl Capablanca era ya el mejor jugador del planeta (y con abrumadora superioridad sobre el resto, incluido el propio campeón alemán) que Emmanuel Lasker decidió unilateralmente renunciar al título en favor del cubano, diciendo públicamente que Capablanca no lo había ganado sobre el tablero pero lo merecía por la fuerza de su juego. Aunque nadie discutió esta idea, Capablanca insistió en enfrentarse a Lasker, pues no quería recibir el título sin haber competido por él. En 1921 ambos se enfrentaron finalmente y Capablanca básicamente arrasó al veterano rival: +4-0=10. Lasker no ganó ni una sola partida.
José Raúl Capablanca había sido durante años el rey sin corona: ahora, pasada la treintena, el Mozart del ajedrez estaba finalmente en su sitio: el trono. Y parecía que había llegado para quedarse.
La máquina del ajedrez
“Hubo períodos en mi vida en los que pensaba que no podía perder ni una partida. Más tarde sufría una derrota, y eso hacía que despertase de mis sueños y volviese a la tierra”
Cuando no competía y lejos de dedicarse a estudiar ajedrez, a Capablanca le gustaba desenvolverse entre la alta sociedad, donde era muy bienvenido por sus maneras elegantes, propias de galán cinematográfico. Era mujeriego, disfrutaba jugando al billar y al póker, pero sin embargo su imagen pública no era la de un golfo vividor sino que resultaba un embajador impecable para el deporte de los escaques. Era extremadamente educado, con el punto justo de modestia. Amable con todo el mundo, encantador sin excesivas zalamerías, y nunca tenía un mal gesto para nadie. Capablanca poseía, además de talento, cualidades de estrella: de hecho, se transformó en toda una celebridad mundial, algo que no volvería a suceder con un ajedrecista hasta la llegada de Bobby Fischer. Pero al contrario que Fischer, Capablanca no estaba obsesionado con el tablero y disfrutabaalegremente los placeres de una existencia mundana. La vida sacrificada del ajedrecista era algo que él no conocía.
Una derrota ocasional de vez en cuando, en una partida aislada, es algo que incluso el mejor jugador del mundo sufre habitualmente. Es muy raro que en un match importante entre dos de los mejores maestros del mundo uno de ellos no consiga al menos un punto. Al igual que en el tenis, donde en las grandes finales es improbable (por no decir casi imposible) ver un 6-0, 6-0, 6-0. En el ajedrez de élite, el más pequeño fallo —imperceptible no sólo para aficionados sino incluso para muchos especialistas— puede conducir a perder una partida. Todos los jugadores son humanos y todos pierden una partida de vez en cuando. Estas ocasionales derrotas eran lo único que recordaban a José Raúl Capablanca que era, de hecho, humano. Con todo, su porcentaje de partidas perdidas era ridículamente bajo. Su superioridad sobre todos los demás jugadores era tal que se le había apodado “la máquina del ajedrez”. Nadie, ni aun los propios grandes maestros, podía entender muy bien de dónde provenía aquella capacidad para jugar de forma tan aparentemente perfecta. Especialmente teniendo en cuenta que nunca se molestaba en estudiar o entrenar. Pero, ¿de dónde provenía aquella superioridad? Llama la atención el que al principio no tuviese ni siquiera un único rival de entidad que pudiese preocuparle. Sabemos que Kaspárov tuvo a Kárpov y que Fischer tuvo a Spassky, pero durante bastantes años Capablanca no fue puesto en aprietos por nadie. Estaba él, y después, tras un considerable abismo, estaba el resto de ajedrecistas. Lo más curioso es que su estilo de juego era relativamente sencillo. Él mismo lo explicaba:
“El estilo de mi juego no se corresponde totalmente a mi temperamento sureño. Siempre juego con cautela y evito los riesgos, porque me gusta la sencillez… tengo por principio no arriesgarme en las partidas decisivas”
Su forma de jugar era simple en apariencia, como simples en apariencia son las melodías de Mozart frente a las complicadísimas armonías y contrapuntos de Bach. Capablanca no jugaba al ataque ni se metía en complicaciones. Sólo miraba el tablero, detectaba una pequeña debilidad en la estrategia de su adversario y se dedicaba a hacer siempre la jugada correcta sin más ambición que mantener esa pequeña ventaja hasta el final de la partida. Ni los jaques sorprendentes ni tampoco las combinaciones “imposibles” iban con su forma de jugar, lo suyo era el ajedrez “posicional”. Si su arma era la sencillez, lo era precisamente porque le resultaba tan fácil detectar de un vistazo y explotar el más mínimo desequilibrio estratégico en la posición del adversario. No necesitaba hacer más que esperar a que dicho desequilibrio apareciese sobre el tablero. Mientras sus rivales calculaban desesperadamente cómo hacerle frente, Capablanca se limitaba a responder con un ajedrez sin florituras, pero sin fallos. Su porcentaje de errores era muy bajo y en una época en que no existían los ordenadores, lo más parecido a una computadora que la humanidad conocía se llamaba José Raúl Capablanca.
Cuando de vez en cuando perdía una partida, como decíamos, esto le recordaba que no debía distraerse más de la cuenta. Pero es que durante un periodo de siete u ocho años llegó a no perder ¡siquiera una partida aislada! Eso es algo que no ha hecho Roger Federer en el tenis, por ejemplo. Es fácil imaginar lo frustrante que aquello resultaba para sus rivales. Especialmente para uno de ellos: “el mejor de entre todo el resto”.
Entre las sombras
“Si el ajedrez es ciencia, el mejor es Capablanca. Si el ajedrez es arte, el mejor es Alekhine” (G.M. Savielly Tartakover)
“Para mí el ajedrez no es un juego, sino un arte. Sí, y me cargo a las espaldas todas las responsabilidades que un arte impone a sus practicantes” (Alekhine)
La historia de Alexander Alekhine es completamente distinta a la de Capablanca. Hijo de una adinerada familia rusa pero traumáticamente exiliado de su país, incluso llegó a ser encarcelado durante la Revolución acusado de espionaje, lo cual pudo haberle costado la vida. Tras su liberación, Alekhine huyó a occidente y terminó adquiriendo la nacionalidad francesa. Fue un individuo formal, aplicado y serio, de maneras casi militares y sin el gusto por lo mundano de Capablanca. La misma actitud aplicó al ajedrez, cuya teoría estudiaba concienzudamente. No era especialmente simpático ni tenía las habilidades sociales de Capablanca, lo cual le mantuvo más alejado de los aplausos del gran público, pero entre los ajedrecistas y aficionados despertaba admiración por la originalidad y brillantez de sus espectaculares partidas, las más bellas y sorprendentes de la época.
Aunque no fue un niño prodigio sí mostró un talento natural bastante considerable, aunque de naturaleza distinta al de Capablanca. De hecho, hoy también se considera a Alekhine un genio con mayúsculas y es por ejemplo uno de los grandes ídolos de Garry Kasparov. Su principal arma era la imaginación, la fantasía. Le gustaba jugar al ataque, con complicadísimas combinaciones de jugadas ofensivas que causaban el terror entre sus rivales (excepto, claro, Capablanca, a quien nunca ganaba) y que le solían valer premios a la partida más bella en muchos de los torneos donde participaba. Pese a su imagen de individuo seco y estudioso, cuando se ponía a jugar era poseído por el espíritu artístico y buscaba el camino más enrevesado para llegar a la victoria. Capablanca decía amar la sencillez, pero Alekhine buscaba el juego más complicado e imprevisible, como queriendo siempre poner a prueba su inspiración. Una curiosa paradoja: Capablanca, un bohemio en la vida, tenía un estilo de ajedrez que era bastante simple y metódico. Alekhine, un individuo metódico en la vida, tenía por contra un estilo imaginativo y arriesgado sobre el tablero.
El gran Leontxo García (que espero sepa perdonarme el que yo transcriba “Alekhine” todavía a la manera tradicional y de uso común, aunque estrictamente incorrecta) probablemente explicaría esta paradoja en téminos de temperamento. Capablanca era un hombre pacífico y esa placidez se transmitía en su juego “tranquilo”. Alekhine, en cambio, era muy competitivo e incluso con momentos de cierta agresividad, lo cual se traducía en un juego de ataque. El ajedrez, ese fascinante espejo del alma humana.
La evolución de Alekhine se produjo a la sombra del ascenso y reinado del cubano. Alekhine se estableció como un sólido número dos del mundo y cuando acudía a un torneo en el que no estuviese Capablanca solía vencer, mostrando que también él era bastante superior al resto. No tenía la misma capacidad instintiva del campeón para descifrar al instante una posición sobre el tablero, pero si hablamos de imaginación, la suya no tenía parangón. Se dejaba llevar de tal manera por su inspirado talento para componer complicadas combinaciones de jugadas que él mismo tuvo que aprender a ponerle las riendas a su inagotable fantasía, porque eso le llevaba a correr excesivos riesgos: “he tenido que trabajar duramente para erradicar la peligrosa ilusión de que en una mala posición puedo, siempre o casi siempre, conjurar una inesperada combinación de jugadas para librarme de las dificultades ”. La fantasía en ajedrez implica imperfecciones. Alekhine tenía un juego fantasioso y por tanto ligeramente imperfecto. Capablanca se alimentaba de las imperfecciones del rival con suma facilidad. Resultado: Alekhine no podía con él.
Empezaron siendo amigos, e incluso se reunían para practicar y comentar jugadas. Pero la obsesión de Alekhine con el ajedrez y con el título tenía que pasar factura a la relación tarde o temprano. Conforme el ruso mejoraba y empezaba a triunfar en los torneos, sentía la creciente frustración de saber que Capablanca era el número uno y lo iba a seguir siendo sin esforzarse lo más mínimo. Y para colmo con un juego bastante más simple y monótono, menos bello y mucho menos espectacular que el suyo propio. Alekhine se estrujaba el cerebro componiendo grandes sinfonías ajedrecísticas para vencer a sus rivales, sinfonías dignas de pasar a la historia del ajedrez, pero a Capablanca le bastaba con silbar una sencilla melodía como quien pasea por el parque para ganar. Eran dos tipos muy distintos de inspiración, dos juegos opuestos, y el arte feroz de Alekhine, que arrasaba a todos los demás rivales, no bastaba frente a la tranquila lógica innata de Capablanca.
En 1926 Alekhine tenía ya la magnitud suficiente como jugador para ser considerado el principal aspirante a desafiar al campeón vigente. Pero Capablanca demandaba una bolsa bastante elevada a quien quisiera disputarle el título y Alekhine, que no disponía de ese dinero ya que sus bienes familiares habían sido embargados tras la revolución rusa, no encontraba patrocinadores. Sólo la intervención del gobierno argentino, que se ofreció a pagar la bolsa requerida y a organizar el match, permitió que los dos mejores ajedrecistas de la época se enfrentasen en 1927 para disputarse el título mundial. Un confiado Capablanca y un angustiadísimo Alekhine se iban a ver las caras en Buenos Aires. Casi todos los grandes maestros pensaban no ya que Capablanca iba a vencer el match, sino que iba a barrer el teatro con el contrario.
Se cuenta incluso que José Raúl Capablanca pasó la noche previa a la primera partida en compañía de una conocida actriz argentina. Estaba a punto de comenzar el match por el título mundial, y el campeón retozaba entre las sábanas a pocas horas del enfrentamiento crucial.
La batalla de Buenos Aires
“No sé qué me pasa”
Fue lo primero que dijo José Raúl Capablanca al terminar la primera jornada. Su indisciplina le había pasado factura. Acababa de perder una partida contra Alekhine por primera vez en su vida y probablemente se arrepentía de no haberse tomado el enfrentamiento lo bastante en serio, de haberse dispersado justo antes del comienzo de la final. La victoria inicial de Alekhine fue una pequeña (o gran) sorpresa pero parecía fácil de explicar porque era público que Capablanca no había estado centrado en la previa. De hecho, durante las siguientes partidas el cubano le dio rápidamente la vuelta al resultado: tras unas tablas en la segunda partida —ambos contendientes parecían tan sorprendidos por lo sucedido en la primera que jugaron con mucha cautela— y ansioso por igualar, se impuso con claridad en la tercera. 1-1. El empate a un punto se convirtió en ventaja de 2-1 para el cubano cuando ganó también la séptima partida. Se había recuperado del tropiezo en solamente seis partidas y el susto inicial, creían muchos, se había quedado en eso: en un simple susto.
Pero aunque Capablanca había tomado por fin la delantera, algo no estaba marchando como se suponía que debía marchar. Alekhine no estaba jugando exactamente con el estilo que se esperaba de él. Su juego era ahora más posicional, más lógico y más seguro, con menos jugadas espectaculares pero también con menos errores. Más parecido al del cubano, algo que desde luego nadie había previsto. Era como ver a Federer imitando repentinamente el estilo de Nadal, o viceversa. Y lo más sorprendente, no se percibía la apabullante superioridad de otros tiempos, cuando Alekhine estaba condenado a aspirar como mucho al empate. Capablanca se había respuesto rápidamente con dos victorias, sí, pero estaba teniendo que trabajárselas más de lo previsto. El ruso estaba jugándole casi de tú a tú… ¿cómo era esto posible?
Convencido de que nunca podría vencer al campeón con aquellas arriesgadas combinaciones de ataque en las que Capablanca encontraría siempre fallos que aprovechar, Alekhine había pasado mucho, muchísimo tiempo estudiando el estilo de su rival. En una época donde se consideraba que el ajedrez de Capablanca era inatacable porque sencillamente se basaba en la superioridad innata de sus procesos de pensamiento, Alekhine se había tomado la —en principio inservible— molestia de analizar al más mínimo detalle cuáles eran los tics habituales del estilo del campeón, cómo solía concebir sus planes, cómo respondía a los planes del contrario. Alekhine, el artista, había trabajado duramente para ser capaz de jugar también de forma muy parecida a una máquina. Aquella transformación estilística hasta el punto de casi equiparar su juego al de alguien que lo practicaba de manera natural desde los cuatro años de edad era algo que nadie había considerado posible. Y mucho menos lo había creído posible el propio Capablanca, que no daba crédito al rendimiento del ruso. Durante aquella final, incluso las partidas que terminaban en tablas estaban empezando a ser tensas, disputadas y costosas. Pese a la ventaja del campeón en el marcador, el público y los comentaristas se agitaban sorprendidos. Alekhine, usando términos pugilísticos, había dejado de salir al ring para noquear al contrario como era su costumbre; ahora se limitaba a responder a cada golpe de Capablanca con un golpe similar.
En tales circunstancias de imprevista “casi” igualdad, un 2-1 a favor de Capablanca, empezó a parecer una ventaja demasiado pequeña: bastaba un pequeño cambio para que la “casi” igualdad se transformase en igualdad completa. El ambiente de la final, pese a que sólo se había llegado a un desenlace decisivo en tres partidas, empezó a espesarse. La tensión crecía día a día. Era como ver a Mozart sentado al piano improvisando… y que de repente otro músico hubiera sido capaz de improvisar prácticamente tan bien como él.
Otro golpe. En la undécima partida, Alekhine simplificó el juego haciendo precisamente lo que teóricamente convenía a Capablanca y lo opuesto de lo que teóricamente le convenía a él. Jugando con la “sencillez” más propia de su rival, Alekhine llegó al final de la partida con un peón pasado, una ligera ventaja de esas que tan bien había explotado el cubano durante toda su carrera. En un larguísimo, tenso y delicadísimo final de partida, donde el más imperceptible error podía suponer la derrota, Capablanca se intentó defender como gato panza arriba ante alguien que estaba jugando exactamente a lo mismo que él había jugado siempre, y que además estaba haciéndolo igual de bien. Alekhine, con una precisión y sangre fría admirables, conservó su pequeña ventaja para llegar a un desenlace milimétrico a su favor. Empate a 2. El ruso había igualado d enuevo la eliminatoria haciendo lo que se consideraba imposible: ganando a Capablanca con el estilo de Capablanca, en su propio terreno y con sus propias armas.
Aquella segunda derrota ya no podía ser considerada un accidente. Quienes analizaban la partida se daban cuenta de que simple y llanamente Alekhine había sobrepasado al cubano en su propio juego. El “shock” que sufrió el hasta entonces intocable Hijo de los Dioses fue tan pronunciado que perdió también la siguiente partida, en la que —afectado por una repentina inseguridad— no consiguió estar suficientemente concentrado y seguro de sí mismo. 3 a 2 a favor del aspirante, y lo que había sido un paseo cantado para el campeón se estaba transformando en un drama psicológico al que la prensa empezó a describir como “una guerra”. Y eso que la I Guerra Mundial estab bien reciente. Así de tensas estaban las cosas.
Capablanca, sin embargo, se recompuso del bache provocado por el repentino descubrimiento de que había alguien en el mundo que podía sobrepasarle en su especialidad y volvió a concentrarse en defender su título. Pero para entonces Alekhine no sólo había comprobado que podía plantarle cara al cubano, sino que sabía que el tiempo jugaba a su favor. El ruso era un jugador acostumbrado a la lucha y la tensión continuas, mientras que Capablanca siempre lo había tenido fácil, nunca había tenido que luchar para vencer y no estaba acostumbrado a los titánicos esfuerzos mentales —y sobre todo anímicos— que requería un enfrentamiento largo y duro como aquel. Era el Mozart del ajedrez, sin duda, y podía sentarse ante el piano y tocar con más facilidad que nadie… pero Alekhine lo estaba obligando a construirse un piano nuevo desde cero. Ese era una clase de esfuerzo que Capablanca jamás había tenido que afrontar.
Con Alekhine ahora por delante en el marcador la batalla se transformó en una tortura mutua. Con un igualadísimo nivel de juego terminaron en empate nada menos que ocho partidas consecutivas, y no eran empates fáciles, sino luchas intensísimas marcadas por la incertidumbre en las que empataban porque ninguno de los dos quería ceder un milímetro, jugando al límite de sus posibilidades. La final llevaba camino de cumplir un mes desde la primera partida, estaba habiendo muchas tablas y quedaba todavía mucho por decidir. Lo cierto es que nadie había esperado una batalla tan épica. Quienes había vaticinado que Capablanca barrería (esto es, prácticamente todo el mundo del ajedrez salvo excepciones como el gran maestro Richard Reti, quien había visto trabajar a Alekhine y, completamente contracorriente anunció lo que iba a suceder) ni siquiera sabían qué decir al respecto. Si se miraba las partidas sin saber quién llevaba blancas o negras, apenas podía distinguirse a uno del otro. Todo el estudio y preparación de Alekhine habían dado su fruto y había alcanzado por el trabajo el mismo nivel de claridad que Capablanca tuvo desde niño como un regalo de la naturaleza. A lo que había que añadir su fantasía ofensiva —que apenas estaba empleando, pero que podía surgir en cualquier momento y Capablanca lo sabía, lo cual le obligaba a redoblar precauciones— y también había que sumar, como decíamos, su entrenamiento, disciplina y capacidad de lucha, muy superiores a las del campeón cubano acostumbrado a divertirse entre una partida y otra.
Fue un ejemplo de cómo la preparación en ajedrez iba a marcar el futuro de ese deporte. Tras aquellos ocho tortuosos empates consecutivos Alekhine ganó una nueva partida, adelantándose 4-2… ya sólo necesitaba dos victorias para ser campeón y la tensión alcanzó niveles volcánicos. Se mascaba el drama no ya en cada partida, sino en cada movimiento. Después vinieron ¡otros siete empates seguidos! que no modificaban el marcador pero iban agotando progresivamente a Capablanca, sometido a una presión y exigencia completamente nuevas para él. La final se estaba convirtiendo en uno de los eventos competitivos más crudos y prolongados del siglo XX. Ambos jugaban como máquinas, sin cometer apenas errores y por tanto estaba siendo el match por el título más largo que se había visto jamás.
La partida nº29 (ya llevaban veintiocho partidas, ¡y sólo seis veces habían podido quebrarse mutuamente!) fue ganada por el campeón: en otra larguísima y tensa demostración de sutilezas posicionales por parte de ambos jugadores, el cubano llegó al final con un peón de ventaja y lo aprovechó con su metódica precisión… no sin tener que esforzarse ante la tenaz resistencia del aspirante. 4-3. Capablanca se había acercado en el marcador, pero para entonces ya era demasiado tarde y había alcanzado sus límites de resistencia. Abrumado después de semanas y semanas de insoportable tensión emocional, su poder fue quebrantado por Alekhine quien, bastante más entero, se anotó las dos victorias que necesitaba durante las cinco partidas siguientes. Así pues, Alexander Alekhine, el hasta entonces eterno número dos, se proclamó campeón del mundo, con un resultado total de +6-3=25 (¡veinticinco durísimos empates en total!) frente a la “máquina del ajedrez”. El mundo de las sesenta y cuatro casillas entró en estado de “shock”. El invencible había sido vencido.
La derrota de Capablanca fue un acontecimiento de enorme repercusión internacional, porque parecía romper el aura mágica que había rodeado al que era considerado uno de los mayores genios vivientes, un intelecto superior que había despertado intriga y admiración a lo largo y ancho del globo y que tenía en su época una reputación no muy distinta a la de un Einstein.
Por descontado, ni que decir tiene, la palabra que inmediatamente estuvo en boca de todo el mundo era la palabra “revancha”. Era de dominio público que Capablanca había descuidado su preparación y que Alekhine, a base de estudio y análisis, le había tomado por sorpresa. Pero ¿qué ocurriría si por una vez en su vida el genio cubano se ponía a trabajar en su entrenamiento? ¿Podría Alekhine seguir estando a su mismo nivel? Capablanca se mostraba visiblemente ansioso, casi desesperado, por celebrar esa esperadísima revancha cuanto antes. Siempre se había tomado el ajedrez con la ligereza propia del virtuoso elegido por algún designio celestial, pero ahora recuperar su título y su estatus era cuestión casi de vida o muerte. Desde que tuvo cuatro años de edad nada ni nadie había puesto en tela de juicio su grandeza… hasta que Alekhine le había destronado con todos los méritos y sin excusas posibles. Era hora de vengarse. Pero la rivalidad iba a tomar un giro desagradable que nadie podía prever. La rivalidad deportiva iba a transformarse en una enemistad personal repleta de rencor y odio cuando los acontecimientos no siguieron el curso esperado. Las respectivas personalidades de ambos rivales iban a revelarse en todas sus luces y sombras ante el mundo entero, en una sucesión de desencuentros que primero sorprenderían, después indignarían y más tarde frustrarían a aficionados de todo el planeta. La primera batalla había terminado, pero la guerra iba a ser eterna… y de ninguna manera limpia. (Continúa)
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