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Imagen del encuentro en el que el Pontevedra venció 1-0 al Real Madrid (63-64)
David contra Goliath, pobres frente a ricos, parias que plantan cara a los poderosos. La historia del hombre está salpicada de leyendas y mitos que le ayuda a seguir luchando a pesar de saberse inferior. Casi siempre son sueños que no se cumplen acompañados de un dramático "¿y qué hubiera pasado si...?". Pero a veces, muy de vez en cuando, la vida nos regala historias que nos recuerdan que no siempre ganan los guapos y que merece la pena seguir luchando.
El Pontevedra CF ganó en la última jornada al Arosa, el equipo de Vilagarcía, una villa que no alcanza los 40.000 habitantes. El próximo fin de semana se mide al Choco de Redondela. ¿Qué demonios pinta aquí esta información? Pues para dar pie a una Historia, en mayúsculas, que nos retrotrae a un tiempo pasado que -desde luego, para nuestros protagonistas- siempre fue mejor. La Historia del Hai Que Roelo y su breve pero intenso y épico paso por la máxima categoría del fútbol español. Una de esas historias cada vez más difíciles de encontrar en un deporte -y un mundo- globalizado en el que siempre ganan los ricos.
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Eduardo Dapena Lis, Cholo, capitán del Pontevedra CF, era conductor de la línea de trolebuses.
Eran mediados del año 1963 en Pontevedra, una pequeña capital de provincia (aldea gala) que resistía ahora y siempre el acoso del invasor. Se celebraba el ascenso de su principal equipo de fútbol a Primera División veintidós años después de su fundación. Esa temporada no se consiguió la permanencia, pero se sentaron las bases de lo que sería uno de los episodios más románticos del fútbol español y que dio alas a los sueños de una ciudad y una región muy castigada por la posguerra que comenzaba a mirar con otros ojos al futuro. La siguiente temporada en Segunda, tras cumplir el guión pactado con el destino, el club regresaba a Primera en forma de leyenda. Durante el siguiente lustro, el Hai Que Roelo clavó un puño desafiante sobre la mesa de los poderosos, negándose a seguir la partida desde la sombra.
El apelativo del Hai Que Roelo se vio por primera vez en el estadio Insular de Las Palmas en una pancarta exhibida por emigrantes gallegos con motivo de un partido ante el equipo local. Se decía ya por entonces que el conjunto pontevedrés era un hueso duro de roer, de ahí ese grito de guerra de que "había que roerlo como a un hueso". Era un equipo modesto, barato, corto de efectivos, con trabajadores que compaginaban sus carreras por el césped del Bernabéu y el Camp Nou con sus ocho horas diarias de trabajo entre semana, y un capitán (Eduardo Dapena Lis, Cholo) que aparte de ser el jefe del vestuario granate era conductor de la línea urbana de trolebuses. Pocas horas después de medirse ante el Valencia, Zaragoza o Atlético de Madrid, se levantaba a las 5:45 de la mañana para estar sentado al volante.
El Pontevedra comenzó la temporada 1965-66 con la vitola de equipo fácil. Lógico, un recién ascendido sin grandes figuras podía aspirar a poco más que a pelear por la permanencia. Sin embargo, un inicio fulgurante atrajo los focos de la España futbolística hacia el sur de Galicia, que con el Celta de Vigo en categorías inferiores y el Deportivo de La Coruña inmerso en un época deequipo ascensor, tenía en el Pontevedra a su representante más potente. Después de hacer que más de uno se frotara los ojos al leer los periódicos deportivos vespertinos del domingo, llegó el momento cumbre en la historia del equipo. El Atlético de Madrid de Luis Aragonés, líder de la categoría tras un gran comienzo, visitaba Pasarón con el Pontevedra en la tercera plaza. Llovía, y mucho, el 28 de noviembre de 1965 en Pontevedra. 22.000 aficionados -más de media ciudad, recordemos- atestaban las gradas del viejo estadio, cuando el aforo máximo era de 16.000 personas.
El césped, pese a aguantar lo que pudo el diluvio, era ya un campo de batalla con una gruesa capa de barro, y fue en ese momento cuando el gol de Odriozola tras una preciosa jugada hizo temblar los cimientos de Pasarón con un aullido que se escuchó en todas las calles de una ciudad semivacía. El gol significaba el liderato para un equipo de obreros anónimos que al día siguiente, a pesar de su situación privilegiada, estarían en su puesto de trabajo. El partido no sólo hizo vibrar a Pontevedra y Galicia. El gol de Odriozola también se oyó al otro lado del charco. La numerosa comunidad de gallegos emigrantes en México reunió en una semana la cantidad de un millón de pesetas (6.000 euros en 1965) para sufragar la retransmisión del partido en directo desde España vía satélite. Probablemente, sentirse tan cerca de casa al menos durante noventa minutos valió con creces aquel millón.
Esa misma semana de ensueño, el Pontevedra fue portada del Pravda soviético. ¡Era ianudito! Un modesto equipo de provincias cuyo capitán era conductor de autobús comandaba la Liga española de los millonarios Real Madrid y Barcelona. El equipo resistió al paso de las jornadas entre los tres primeros clasificados, logrando el subcampeonato de invierno, pese a su limitado número de efectivos en una competición donde todavía no existían las sustituciones para terminar en una séptima posición que hoy daría acceso a competición europea.
El entonces príncipe Juan Carlos en el vestuario de Pasarón.
Al terminar la temporada, toda la prensa se preguntaba lo mismo. ¿Sería el Pontevedra flor de un día? ¿Podría retener a sus jugadores a pesar de que éstos estaban ya en la agenda de muchos clubes con un mayor potencial económico? El destino había marcado que todavía no era el momento de diluirse. Con un gran esfuerzo por parte de la directiva y un compromiso férreo de los jugadores, mantuvo su bloque durante las siguientes campañas, en las que los triunfos épicos seguirían llegando, si bien nunca volvió a saborear las mieles del liderato. Pero el Hai Que Roelo ya era un rival a tener en cuenta por los equipos y las aficiones rivales, y las visitas a Pasarón, una salida incómoda. Tanto, que los medios bautizaron también al Pontevedra como Atila, el rey de los (h)unos, por lo complicado que se antojaba arrancar algún punto del estadio gallego.
En la temporada 66-67 llegó otra de las grandes gestas que todavía se recuerdan. El Pontevedra jugaba en el Camp Nou frente al Barcelona de Manolo Reina, Charlie Rexach o Fusté. El equipo no viajaba en avión, sino que se desplazó desde aquel rincón de las Rías Baixas en autobús por aquellas carreteras del Señor donde era difícil encontrar un kilómetro seguido bien asfaltado. Tras semejante viaje, el Hai Que Roelo ganó con un solitario tanto del salmantino Neme (cuya actuación esa temporada le valdría para ser llamado a filas con la selección española) para regresar nuevamente a casa en autobús. Que el lunes hay que incorporarse al puesto de trabajo, ¿verdad, Cholo?
Victorias inolvidables como el 3-0 sobre el Real Madrid de Amancio y Zoco en 1967, o el 3-0 sobre el Athletic Club en 1965, otro 2-0 al Barça ese mismo año o un 2-0 frente a un entonces potentísimo Valencia, fueron dando paso a la realidad, que levantó un muro de hormigón en el camino del Hai Que Roelo hasta que el trolebús se quedó sin energía tras cinco inolvidables campañas jugando de tú a tú con los más grandes y poderosos. La imposibilidad de suplir a unos jugadores extraordinarios sobre quienes el paso de los años había incidido de manera natural y biológica, fue arrastrando al Pontevedra a una larga y agónica decadencia -acuciada por los problemas económicos derivados de malas gestiones, el mal entendimiento del denominado fútbol moderno y la maldita Segunda División B- que todavía hoy mantiene a sus aficionados más veteranos en un estado de coma futbolístico profundo. Repasando quizás en su cabeza aquella jugada del gol de Odriozola que una vez les situó en la cima del mundo, y a los más jóvenes bajo la maldición de sufrir por un equipo cuyas gestas conocen de memoria pero sólo de oídas y que probablemente jamás llegarán a vivir en primera persona. Y por si fuera poco, la próxima semana se mide al Choco.
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